Este es un diario de ficción. La realidad contiene efectos especiales.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Elegía a las naves del mar





I

Amor, que alta sobre la arena vistes de espuma.
Ávida desnudas el vientre de las caracolas al sol.
Al viento enigmas escondes, como piernas de brisa entre los hilos.
Viejo surco de semillas de cal, piedra coralina en dos mitades.
Amor, amor, que sudas el brillo poroso del mar,
que viertes el denso cristal aparejado, el nacimiento del oro,
el fresco azul de las naves, que ondean sus banderas en colinas.
Sobre ese cuerpo emplumado me clava la luna el picor, el desdén,
el agua de crines de sal, el manto cristalino de la luz.
Y así aderezo esta selva deliciosa de piel.
Rojo es el ojo al que ama, que en su frente anuda la fuerza,
que amarra el listón en la morada de las sombras.
Esos pies de manglares amarillos, raíces lechosas que padecen.
Una vez las huellas de esos pies me hablaron de las islas.
Y yo corrí anhelando sorber tus labios, que como cascada
esperaban mi llegada.








II

Soñé entonces con un cuenco de duraznos frescos,
donde se bañan los peces, bajo el brillante sendero.
Vi a los pasajeros sostenerse de picos y garras en la altura,
donde los valles verdes caen como nubes voraces.
Ellos castos, fondos de piedra, y yo mecido por el fuego,
viajando a pasos sobre burbujas en la niebla.
¡Oh belleza! Que allí pacen las alforjas que nunca han sido abiertas.
La ausencia de amarras, anclas y linternas.
La fruta de la noche arrastrada en las botellas.
El cabello negro derramado entre las olas.
Viene el cielo a derretirse como trombas y lluvia,
y yo amante de navíos y humos estrechos, de puertos y agonías.
¡Cómo extraño la soledad de las brisas menores, que recorren mis venas!











III

Cuando surgen las gaviotas, sobre el agua de caza,
el cielo remonta al verdor de las penínsulas, como un fardo
dormido de frutas, calientes y coloreadas.
Amor de auroras de viento firme, de mástiles encantados,
prosa de las amplias proas del Caribe tormentoso.
Yo te alabo seduciendo al sol, quemador del estío,
sobre dioses de oro, de laca blanca cubierta de canciones.
A las níveas orillas nacientes los helechos retornan.
En su selva agonizan de bruces, pues están perdidas
en el vasto sopor del cáñamo anudado a sus cortezas.
¿Cómo se llaman estos parajes engastados de liquen,
sobre los que sueño recorriendo en desnudez?
Necio es el deseo que abrazo, de sabor salobre, extinguido,
curtido por la serena espera de lo que la nada augura.











IV

¡Ven y saluda a tus marineros, oh Costa Brava!
Se despiden las volutas y vapores de las naves,
cantan la sirenas de ribera, cercanas, casi tocando
la arcilla firme. Canta el fiero acantilado, y llora en
su profundidad, en el seno mismo de las raíces de la tierra.
¡Bendice oh reina a tus aves migratorias!
Mece estas brújulas que lanzo al horizonte, y entierra
los halos de plata, las lágrimas ardientes de mis enemigos.
Acuerdate de tus mujeres lobo, la cuña infinita de las hojas se pierde.
Yo concibo el hechizo refrescante de tus senos de arena,
y reposo en ellos cuando quiero olvidar.
La tormenta se acerca a nuestras piernas, y pasa sobre
el acuífero estelar, el horizonte de esta piel marcada de sombras.
¡Siente el sopor de la carne fértil! No des tus esporas a los labios de la playa.
Ven aquí, abraza a este náufrago secreto, con tus brazos calmados.











V

Una tarde languidece en largas lluvias.
Una tarde de silencios, y profecías en tus ojos.
Me decías que allá lejos, los hombres se hunden
sin fronteras, y con el último brillo cobrizo de sus manos,
rogaban a las luces su fortuna ondulante hacia otros continentes.
Las grandes rosas de la ciudad en fiesta, recordaban los viejos,
cerraban sus capullos al tronar de hogueras.
Marcha jubilosa en cada calle de domingo,
en cada populoso espacio de tierra fértil.
Un olor de aguas tranquilas inundaba las escuelas.
En los escenarios, la dulce blancura de la luna
nos oía cantar, se echaba a nuestros lechos
y sus densos suspiros de niña velaban la pubertad.
Esa tarde cerrada de lluvia se extinguía,
paciente, sobre el mar.








VI

Transitan los huéspedes de la arena
como ensordecidos por maravillas oscilantes.
Nadan en un musgo agónico, los astros de cristal.
Yo me elevo en las lanzas altas de los Príncipes.
Amo al viento en el exilio amoroso.
Recurro a los vados frágiles cuando pienso,
cuando imagino las alegrías mundanas,
y las manos del océano me tienden su fuerza.
Los poemas se tienden en la ribera rocosa
a iluminar a los viajantes
















VII

¡Contemplen viajeros, este brillo azul!
¡Levanten profundo su frente y
respiren al vibrante calor!
Se yerguen en las playas maravillas y canciones.
En los puertos se alzan los humos y sonidos mañaneros.
Las banderas ondean sobre las olas sedosas.
¡Son las islas de los símbolos! Las torres callosas del oeste
que se extienden hasta perderse de vista.
¡Levanten sus manos al desnudo de las nubes!
Los lugares de grandeza, las arenas del alma.
Una barcaza abre sus redes como el corazón mismo.
Los peces danzan enérgicos en el brillo de las aguas.
Errando, las aves llenan sus parpados de colores, de vastedad.













VIII

Las medusas cabalgan en su visión y vagidos llameantes.
Caen en el olvido de la luz, el crepúsculo de los valles.
La noche emerge de los astros sumergidos.
Entonces viene el silencio, lento, con suavidad oscilante.
Se levantan pilares de sombra y seres pigmentados.
Las sirenas surgen del vientre infinito del abismo.
Cantan, rodeadas de burbujas, y sus cabellos ondean solitarios.
El rostro pálido de las bestias en sus conchas se asoma.
¡Oh belleza! Como menean sus caderas al compas de las olas.
Surge la música en el aceitoso éter.
Pesado el techo abisal de las vírgenes en la plenitud de seres.
¡La gloria! ¡La vida! Se alzan majestuosas las criaturas del sol.
Amanece la bruma rozagante y los blanquísimos brazos
acarician el aire perfumado y sosegado del amor.











IX

Suben las velas, baja la espuma sobre estribor.
Juguetean, se rozan, surge el rocío templado en cubierta.
Inmensa la brisa infla los pechos agradecidos.
Miles de pinceladas verdosas chocan contra las piedras.
Bailan las aguas, bailan y juegan con nuestras naves.
Bailan al son del ritmo contagioso.
Alzan las sales sus puentes mágicos.
Apresuran la vigilia y las palmeras que se acercan.
Dedos que acarician la costa suculenta
y sorben la arena como azúcar y piedras preciosas.
Abrazan a los niños desvelados.
Hemos tenido este sueño de pura y fecunda dulzura.
Baladas delicadas y sublimes del viento.

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